LA LOCA DE LA CASA,
Rosa Montero
“Me he acostumbrado a ordenar los recuerdos de mi vida con un cómputo
de novios y de libros. Las diversas parejas que he tenido y las obras que he
publicado son los mojones que marcan mi memoria, convirtiendo el informe
barullo del tiempo en algo organizado” (p. 9). Este es el poder de la
literatura: intentar sin éxito ordenar el hecho de vivir, pero en ese intento
vano se justifica la vida, los anhelos, las pasiones, el deseo de aprender, el
sentido de la imaginación, asuntos que se deslizan con sabiduría por estas páginas
que se leen con suma gratitud. La loca de
la casa sería, pues, un título ambivalente en tanto que sitúa a la
escritura en el reino de la libertad y de la imaginación, siguiendo la conocida
sentencia de Santa Teresa de Jesús: “La imaginación es la loca de la casa”.
Conocía la dimensión novelística
de la Rosa Montero y su faceta de periodista afamada (aún conservo algún texto
suyo en mi Textario, una especie de antología donde archivo las páginas que más
aprecio de todo lo que leo), pero he decir que este libro de memorias es una
muestra de bien hacer, un documento misceláneo al que todo escritor que se precie
debe enfrentarse alguna vez en su vida. Es decir, un ejercicio de teoría sobre
la escritura similar a esa poética común en los poetas. Y Rosa Montero sale
engrandecida de su empeño.
Es encomiable la fluidez
narrativa y la agilidad con la que se hilvana un discurso en el que se
entreveran dos realidades: las constantes referencias librescas y las alusiones
autobiográficas. Por eso, el lector atento debiera leer este libro con un lápiz
en la mano para ir anotando los libros, cuentos y enjundiosos textos dispersos
en el campo feraz de sus páginas.
Las tres referencias amorosas y
eróticas que protagoniza la autora son reiterativas, pues se insiste en los
mismos pormenores, tienen su origen en cenas y llamadas idénticas, se ubican en
una geografía urbana común, y hasta las posteriores reflexiones son similares.
Hay algo en estas referencias íntimas que desafinan en un ensayo autobiográfico
sobre el valor de la literatura como actividad que da sentido a una vida.
Conviene, a tenor del tipo de
ensayo que reseñamos, ceder la voz a Rosa Montero. Se refiere al hecho de que
el escritor es un ser humano en permanente proceso de escritura: “El escritor
está siempre escribiendo. En eso consiste en realidad la gracia de ser
novelista: en el torrente de palabras que bulle constantemente en el cerebro.
He redactado muchos párrafos, innumerables páginas, incontables artículos,
mientras saco a pasear a mis perros, por ejemplo: dentro de mi cabeza voy
moviendo las comas, cambiando un verbo por otro, afinando un adjetivo. En
ocasiones redacto mentalmente la frase perfecta, y a lo peor, si no la apunto a
tiempo, luego se me escapa da la memoria (p. 17)”. También se pronuncia sobre
la magia que en ocasiones acontece en el acto de escribir: “A veces sucede que
estás escribiendo muy por encima de tu capacidad, estás escribiendo mejor de lo
que sabes escribir. Y no quieres moverte del asiento, no quieres respirar ni
parpadear ni mucho menos pensar para que no se rompa ese milagro (p. 49)”.
Alude en este libro memorialístico donde todo cabe a la tendencia de los
escritores a embellecer su pasado, especialmente la infancia, esa arcadia feliz
tantas veces reinventada: “De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que
es igual que decir que nos inventamos a nosotros mismos, porque nuestra
identidad reside en la memoria, en el relato de nuestra biografía” (p. 10-11)”.
Y al final retoma esta misma idea: “Toda autobiografía es ficcional y toda
ficción autobiográfica, como decía Barthes (p. 273)”. Aunque es manida la
referencia, Rosa Montero insiste en la conocida opinión de Vargas Llosa sobre
que el origen de la dedicación a la literatura está en la insatisfacción del
escritor con el mundo, porque llega un momento en que descubre “su discrepancia
con el mundo (p. 71)”. Y para dotar de sentido a la existencia nada mejor, dice
Rosa Montero, que abandonarse al género narrativo: “La novela es el único
territorio literario en el que reina la misma imprecisión y desmesura que en la
existencia humana (p. 158)”. Llaman mi atención la defensa que hace la autora
de la legítima ambición del novelista: “Habría que alcanzar ese desapego
oriental, esa sabiduría taoísta, la imperturbabilidad estoica de quien nada
desea. Pero el problema es que, para ser un buen escritor, hay que desear
serlo, y desearlo, además, de una manera febril. Sin la ambición disparatada y
soberbia de crear una gran obra, jamás se podrá escribir ni tan siquiera una
novela mediana (p. 125)”. No deja de sorprender el juicio radical sobre la
actitud indigna de Goethe: “El gran Wolfgang era un pobre pelota, un infeliz
que ya desde el primer momento empezó a dejarse las pielecillas de su
indignidad en su ardua subida por la escala social (p. 63)”. No es menos crítica
con la actitud pedigüeña que practica el sobrevalorado escritor Robert Walser
para que le publiquen sus obras (p. 84-85). Son muchas las alusiones que
realiza Rosa Montero para ir explicando el sentido que tiene ser escritora en
la actualidad. Asimismo, son muy interesantes las constantes referencias que
hace a la obra de Ítalo Calvino, Margarite Yourcenar, Carson MacCullers, entre
otros. No podríamos pasar por alto la defensa de la lectura, quehacer al que
ningún escritor podrá renunciar: “Dejar de escribir puede ser una locura, el
caos, el sufrimiento; pero dejar de leer es la muerte instantánea. Un mundo sin
libros es un mundo sin atmósfera, como Marte. Un lugar imposible, inhabitable.
De manera que mucho antes que la escritura está la lectura, y los novelistas no
somos sino lectores desparramados y desbordados por nuestra ansiosa hambruna de
palabras (p. 200)”.
En fin, un libro misceláneo con
reflexiones sobre las costuras ocultas que sostienen el acto de escribir.
Julián Montesinos
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