martes, 31 de octubre de 2017












LA LOCA DE LA CASA, Rosa Montero


“Me he acostumbrado a ordenar los recuerdos de mi vida con un cómputo de novios y de libros. Las diversas parejas que he tenido y las obras que he publicado son los mojones que marcan mi memoria, convirtiendo el informe barullo del tiempo en algo organizado” (p. 9). Este es el poder de la literatura: intentar sin éxito ordenar el hecho de vivir, pero en ese intento vano se justifica la vida, los anhelos, las pasiones, el deseo de aprender, el sentido de la imaginación, asuntos que se deslizan con sabiduría por estas páginas que se leen con suma gratitud. La loca de la casa sería, pues, un título ambivalente en tanto que sitúa a la escritura en el reino de la libertad y de la imaginación, siguiendo la conocida sentencia de Santa Teresa de Jesús: “La imaginación es la loca de la casa”.
     Conocía la dimensión novelística de la Rosa Montero y su faceta de periodista afamada (aún conservo algún texto suyo en mi Textario, una especie de antología donde archivo las páginas que más aprecio de todo lo que leo), pero he decir que este libro de memorias es una muestra de bien hacer, un documento misceláneo al que todo escritor que se precie debe enfrentarse alguna vez en su vida. Es decir, un ejercicio de teoría sobre la escritura similar a esa poética común en los poetas. Y Rosa Montero sale engrandecida de su empeño.
      Es encomiable la fluidez narrativa y la agilidad con la que se hilvana un discurso en el que se entreveran dos realidades: las constantes referencias librescas y las alusiones autobiográficas. Por eso, el lector atento debiera leer este libro con un lápiz en la mano para ir anotando los libros, cuentos y enjundiosos textos dispersos en el campo feraz de sus páginas.
Las tres referencias amorosas y eróticas que protagoniza la autora son reiterativas, pues se insiste en los mismos pormenores, tienen su origen en cenas y llamadas idénticas, se ubican en una geografía urbana común, y hasta las posteriores reflexiones son similares. Hay algo en estas referencias íntimas que desafinan en un ensayo autobiográfico sobre el valor de la literatura como actividad que da sentido a una vida.
      Conviene, a tenor del tipo de ensayo que reseñamos, ceder la voz a Rosa Montero. Se refiere al hecho de que el escritor es un ser humano en permanente proceso de escritura: “El escritor está siempre escribiendo. En eso consiste en realidad la gracia de ser novelista: en el torrente de palabras que bulle constantemente en el cerebro. He redactado muchos párrafos, innumerables páginas, incontables artículos, mientras saco a pasear a mis perros, por ejemplo: dentro de mi cabeza voy moviendo las comas, cambiando un verbo por otro, afinando un adjetivo. En ocasiones redacto mentalmente la frase perfecta, y a lo peor, si no la apunto a tiempo, luego se me escapa da la memoria (p. 17)”. También se pronuncia sobre la magia que en ocasiones acontece en el acto de escribir: “A veces sucede que estás escribiendo muy por encima de tu capacidad, estás escribiendo mejor de lo que sabes escribir. Y no quieres moverte del asiento, no quieres respirar ni parpadear ni mucho menos pensar para que no se rompa ese milagro (p. 49)”. Alude en este libro memorialístico donde todo cabe a la tendencia de los escritores a embellecer su pasado, especialmente la infancia, esa arcadia feliz tantas veces reinventada: “De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos inventamos a nosotros mismos, porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato de nuestra biografía” (p. 10-11)”. Y al final retoma esta misma idea: “Toda autobiografía es ficcional y toda ficción autobiográfica, como decía Barthes (p. 273)”. Aunque es manida la referencia, Rosa Montero insiste en la conocida opinión de Vargas Llosa sobre que el origen de la dedicación a la literatura está en la insatisfacción del escritor con el mundo, porque llega un momento en que descubre “su discrepancia con el mundo (p. 71)”. Y para dotar de sentido a la existencia nada mejor, dice Rosa Montero, que abandonarse al género narrativo: “La novela es el único territorio literario en el que reina la misma imprecisión y desmesura que en la existencia humana (p. 158)”. Llaman mi atención la defensa que hace la autora de la legítima ambición del novelista: “Habría que alcanzar ese desapego oriental, esa sabiduría taoísta, la imperturbabilidad estoica de quien nada desea. Pero el problema es que, para ser un buen escritor, hay que desear serlo, y desearlo, además, de una manera febril. Sin la ambición disparatada y soberbia de crear una gran obra, jamás se podrá escribir ni tan siquiera una novela mediana (p. 125)”. No deja de sorprender el juicio radical sobre la actitud indigna de Goethe: “El gran Wolfgang era un pobre pelota, un infeliz que ya desde el primer momento empezó a dejarse las pielecillas de su indignidad en su ardua subida por la escala social (p. 63)”. No es menos crítica con la actitud pedigüeña que practica el sobrevalorado escritor Robert Walser para que le publiquen sus obras (p. 84-85). Son muchas las alusiones que realiza Rosa Montero para ir explicando el sentido que tiene ser escritora en la actualidad. Asimismo, son muy interesantes las constantes referencias que hace a la obra de Ítalo Calvino, Margarite Yourcenar, Carson MacCullers, entre otros. No podríamos pasar por alto la defensa de la lectura, quehacer al que ningún escritor podrá renunciar: “Dejar de escribir puede ser una locura, el caos, el sufrimiento; pero dejar de leer es la muerte instantánea. Un mundo sin libros es un mundo sin atmósfera, como Marte. Un lugar imposible, inhabitable. De manera que mucho antes que la escritura está la lectura, y los novelistas no somos sino lectores desparramados y desbordados por nuestra ansiosa hambruna de palabras (p. 200)”.
       En fin, un libro misceláneo con reflexiones sobre las costuras ocultas que sostienen el acto de escribir.

Julián Montesinos



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